Cuando era joven fui entrenador de fútbol. Lo sigo siendo, entrenador y joven. Quiero decir que antes ejercía y ahora no, aunque en un futuro espero regresar porque algunos de los mejores momentos de mi vida datan de esa época. En los cuatro o cinco años que dediqué parte de mi tiempo a esa maravillosa labor me expulsaron un par de veces, igual tres o cuatro, no lo recuerdo bien. No estoy ni mucho menos orgulloso de ello. Fue curioso lo que ocurrió en una de esas ocasiones. Un jugador de mi equipo de infantiles tuvo un roce con un rival. El choque estaba decidido y el árbitro me dijo que lo sentara unos minutos en el banquillo. “Cómo que lo siente, eso no viene en el reglamento. O le sacas amarilla y sigue en el campo o lo expulsas y ya no juega más”, le dije. Me pidió que me callara pero yo insistí. Al final, expulsó a mi jugador y, de paso, a mí también.
He recordado el lance viendo el titular de una noticia: Las categorías infantiles del fútbol gallego optan por eliminar los goles de sus resultados. El marcador final sí se tendrá en cuenta a nivel federativo pero los clubes que quieran, tras recomendación de la propia Federación, no lo mostrarán en sus comunicaciones, reemplazándolo por los signos de la quiniela, 1×2, para indicar si hubo triunfo, derrota o empate. Inventando, que es gerundio. Es una situación, igual que la planteada en su día por el árbitro antes citado, que me parece una absoluta gilipollez, una manera tan absurda como innecesaria de dulcificar a los niños ya no sólo lo que ocurre cuando haces deporte o compites, sino la propia vida.
Hace poco me reía mucho cuando la maestra de una mis niñas decía en una reunión de padres, de esas a las que siempre van menos de la mitad de los progenitores de los alumnos de una clase, que si alguno no estaba de acuerdo con la nota que le ponía a su hijo, que se lo dijera y se la subía sin problema, que a ella le daba igual si ellos mismos se querían engañar. La maestra de Infantil de mi otra niña pidió permiso a los padres para poner un sello con una cara triste en la mano del niño que no se portara bien, por si acaso a algún padre no le sentaba bien. Son dos maestras maravillosas, como la gran mayoría de los docentes que imparten clase en España. Lo que más me gusta de las dos es que no dicen la pamplina esa de niños y niñas, aunque entiendo que de vez en cuando se ven obligadas a recordar que utilizan el masculino como genérico.
Quiero decir con todo este rollo que cada vez estamos alejando más a nuestros niños de la realidad, que cada vez somos más tontos, que con el ‘no vaya a ser que’ y el ‘es que es un niño’ estamos convirtiendo a nuestros infantes en unos inútiles que viven en su propia burbuja y no se enteran, ni a este paso se van a enterar, de qué va la película. Igual que ganas, apruebas, haces bien el trabajo de plástica y te comportas de maravilla, seguro que hay un día, o muchos, que pierdes, suspendes, el trabajo te sale fatal y no eres un ejemplo a seguir. El problema no está en no ser perfecto, que nadie lo es, está en no saber qué es lo correcto y lo inadecuado y, sobre todo, en no saber cuándo y por qué te equivocas, no ganas, no apruebas. Y si no conoces la realidad, te sonría o no, va a ser complicado que puedas continuar por el buen camino o cambiarla. El umbral de la frustración en la mayoría de los niños está por los suelos. Pierdo y lloro, suspendo y me cabreo, no me hacen caso y grito, no me dan la razón y pego. La culpa no es de ellos, claro.
Decía la educadora Maite Vallet hace unos días en una entrevista en El Mundo que los hijos no necesitan a alguien que se desviva por ellos sino a alguien que viva con ellos para enseñarles a afrontar los retos de la vida en cada etapa, que es importante que los niños se den golpes para aprender a no dárselos, y que hay que enseñarles a ser autónomos en su vida diaria. Veo el mundo y creo que, en general, estamos haciendo lo contrario. Y hay algo que es peor. En muchos ámbitos de la sociedad, en algunos casos el deporte incluido, nos invitan a seguir haciéndolo mal.