Por Miguel López Rivera, asociado de la AEPD Granada.
Una nueva plaga bíblica lleva amenazando desde hace algunos años la buena praxis periodística. A veces resultan sonrojantes, mas muchos pican en sus trampas víctimas de ese ser morboso y sugestivo que anida en nuestro interior llamado gusanillo. Por conseguir sus propósitos se superan cada día y arrastran un poco más el buen nombre de este oficio. Proliferan y parecen imparables, y aunque si bien toda profesión tiene sus luces y sus sombras, se han arrogado nuevo sistema de medios que reivindican persistentemente pese a poner en el alambre el rigor y la calidad de la información. En la tradición de la prensa existía la noble y sana costumbre de separar información y opinión. En el periodismo institucional, servilista, interesado y plagado de intereses espurios que se abre paso poco a poco todo eso es humo.
Sería injusto a la par que reprobable aseverar que todos los profesionales o medios de comunicación actúan así. Me atrevería a decir que ni siquiera la mayoría, pero sí un sector creciente de los mismos dispuesto a todo si los números le cuadran. Lo más preocupante es que están creando escuela. De la peor, dicho sea de paso. Su capacidad de atraer a ese jugoso, aunque no pocas veces envenenado, pastel llamado audiencia parece una poderosa fuerza de gravedad de la que es difícil escapar. Todo para la audiencia, pero sin la audiencia, que diría cualquier líder de este nuevo periodismo ilustrado en algún corrillo profesional.
Si de informar se trata; las fuentes, el contraste de los datos que se manejan o la más escrupulosa narración desinteresada se convierten en utopías en su argumentario. Si, por el contrario, el fin es opinar, abróchese el cinturón. Insultos, bulos, mentiras y ofensas veladas se confunden entre dosis catedralicias de cinismo. Sus frecuentes apelaciones a lo políticamente incorrecto, al lenguaje claro y sin cortapisas y al “alguien tenía que decirlo” enmascaran su verdadera pretensión: enmerdar la opinión pública para contentar a vaya usted a saber quién, o hacer subir esos índices de la perversión llamados share y rating a base de congregar a acólitos y a atónitos por igual frente al tubo de rayos catódicos, a las páginas impresas de un diario, al receptor de ondas hertzianas o a la pantalla táctil de un smartphone o tablet.
Para comparar el modelo periodístico anglosajón con el español, un profesor de la universidad explicaba un día en su clase que cuando a un inglés se le pregunta, por ejemplo en una encuesta, por la prensa escrita, automáticamente se le viene a la cabeza el diario The Sun; mientras que cuando se hace lo propio con la televisión, un español siempre tendrá en mente ‘el tomate’, que a día de hoy podrían ser un amplio número de programas de la sobremesa. Perdonen la disección. No es muy paradigmático en la buena comprensión de los textos el construir oraciones tan largas, pero es que no se me ocurría mejor manera de explicar una realidad que parecía constatada hasta hace algunos años. Y es que dicha circunstancia vendría a evidenciar el liderazgo en estándares cualitativos de los periódicos españoles frente a los británicos, y lo mismo pero al contrario en el plano audiovisual. Lamentablemente la deriva también parece haber llegado a un sector de una prensa nacional cada vez más ‘bunkerizada’ y empeñada en convertir el espectro público en una casa de lenocinio que satisfaga sus intereses, con la inestimable ayuda del poder. Este último adquiere numerosas formas. A veces se enfunda la careta de la publicidad, capaz de darle la vuelta completa a la línea editorial de un medio respecto a un determinado tema por tal de no perderla; otras, en cambio, se decanta por las presiones, las amenazas y los chanchullos en un sector en el que hacer una verdadera labor de servicio público es cada día un poco más difícil.